La insurrección pacífica se extiende no sólo en Medio Oriente. La expresión llegó incluso a la ciudad de México.
El apellido pacífica establece un sesgo importante. Como todas las insurrecciones, se trata de movilizaciones contra los poderes dominantes. En contraste con casi todas ellas, éstas intentan evitar la violencia. No son pacifistas: no surgen para oponerse a la guerra o buscar la paz perpetua entre naciones. Ejercen tanta violencia moral como pueden y recurren a la fuerza física cuando se requiere. Pero no apelan a la lucha armada, sino a la vía política. Por eso su carácter pacífico.
Los poderes constituidos intentan reducir estas movilizaciones a meras revueltas: que se conviertan en estallidos populares efímeros. Mediante garrote y zanahoria, represión y concesiones menores, se busca restaurar el orden que la insurrección rompió.
Sin embargo, incluso en los casos en que se consigue sofocar temporalmente la rebelión actual, la insurrección se mantiene, modificando tácticas tanto como hace falta. Cambios cosméticos parecen incapaces de detenerla. Como todas las revoluciones, esta movilización busca derribar a las autoridades políticas existentes, cambiar el régimen de relaciones sociales y generar una nueva constitución y un nuevo orden socioeconómico.
Para evitar tal resultado los poderes dominantes buscan crear la ilusión de que la movilización ha conseguido su propósito: cambian todo para que nada cambie. No siempre se trata de cambios irrelevantes o meras ilusiones. Sacrificar a un dictador y establecer un régimen formalmente democrático son transformaciones profundas que en muchos casos definen una transición necesaria –pero son cambios orientados a impedir una auténtica revolución.
Hay hipocresía y cinismo en los poderes dominantes que piden peras al olmo: por ejemplo que ancianos dictadores, como Mubarak, se conviertan en campeones de la democracia. Pero ni siquiera ellos se animan a cuestionar la legitimidad de esta insurrección. Estaría universalmente cobijada en el artículo 35 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, del 24 de junio de 1793, que estableció la insurrección como el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes, tanto para el pueblo como para los individuos, si el gobierno deja de responder a su voluntad.
Cuando la represión brutal y masiva no es viable o eficaz, como está siendo el caso, se busca transformar la insurrección en golpe de Estado para impedir la revolución: miembros de los poderes dominantes o por lo menos de las elites convierten en chivos expiatorios a los objetos más evidentes de la ira popular y toman disposiciones que satisfagan en alguna medida las exigencias de los insurrectos, hasta que se debilite o desaparezca su movilización.
Es frecuente que este método encuentre apoyo en un sector significativo de los insurrectos. Algunos piensan que basta un cambio de personas o de partidos en los aparatos del Estado para cambiar el rumbo del país y adoptar un nuevo modelo de desarrollo y que los nuevos dirigentes satisfagan desde el poder las demandas que habrían provocado la movilización. No creen que sea posible o conveniente eliminar el gatillo estatal; confían en un simple cambio de gatillero. Por inocencia o cálculo, se hacen así cómplices de quienes buscan impedir que la insurrección siga su curso.
Bajo las formas más diversas, esta insurrección tiene un propósito cada vez más claramente anticapitalista y una convicción igualmente clara de que la vía política de la transformación actual no puede reducirse a lo electoral ni contenerse en la democracia formal. Para que pueda seguir adelante, desde abajo y a la izquierda, con un programa de lucha adecuado, debe incluirse en el programa la forma del régimen de transición.
No hay en esto fórmulas generales ni en el tiempo ni en el espacio. Se requiere, en cada caso, apelar a la imaginación sociológica y política para determinar actores y procedimientos adecuados. Lo importante es saber que no podrá encargarse a los lobos el cuidado de los corderos. Que no son los partidos, los dirigentes carismáticos o las estructuras del Estado quienes pueden encargarse de la transición –porque no se trata de transitar hacia más o menos de lo mismo, sino de entregarse a la construcción de algo radicalmente nuevo para lo que aquellos actores están genéticamente incapacitados.
Ejemplos de las décadas recientes, en México y en el mundo, muestran con claridad las condiciones en que se frustraron movilizaciones e insurrecciones de muy diverso género y las transiciones se hicieron meras transas entre partidos y actores de los sectores dominantes. También enseñan de qué manera el impulso no se disipó; convertido ya en experiencia, se prepara para el siguiente estallido.
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