"Por supuesto, sería exagerado decir que las piedras tapaban el cielo, pero había momentos en que cientos de ellas nublaban la vista. Destrozaron un camión del ejército, aplastando sus costados y estrellando sus cristales. Salían de los costados de la calle Champollion y en Talaat Harb. Los hombres sudaban, con las cintas de la cabeza teñidas de rojo, gritando de odio. Muchos se apretaban las heridas con paños blancos. Vi pasar a algunos en brazos de compañeros, regando sangre por el camino."
Plaza Tahrir, El Cairo, 2 de febrero. La contrarrevolución del "presidente" Hosni Mubarak cayó este miércoles sobre los opositores en una batería de piedras, garrotes, barras de hierro y cachiporras: la batalla duró el día entero en el centro de la capital que dice gobernar, entre decenas de miles de jóvenes que agitaban en el rostro del contrario la bandera de Egipto… la más peligrosa de todas las armas. Fue despiadada, sangrienta y bien planeada, una confirmación final de todas las críticas contra Mubarak y una vergonzosa acusación contra los Obamas y los Clinton que no acertaron a condenar a este fiel aliado de Estados Unidos e Israel.
Los enfrentamientos a mi alrededor en la plaza llamada Tahrir fueron tan terribles que podíamos oler la sangre. Hombres y mujeres que exigían el fin de la dictadura de 30 años de Mubarak –vi muchachas de pañoleta y falda larga arrodillarse para arrancar la grava de la calle mientras les llovían piedras– respondieron a la agresión con inmenso valor, que más tarde se convirtió en terrible crueldad.
Algunos arrastraron a los agentes de seguridad por la plaza, golpeándolos hasta que la sangre les brotó de la cabeza y les salpicó las ropas. El tercer ejército egipcio, famoso en leyendas y canciones por cruzar el Canal de Suez en 1973, no pudo –o no quiso– siquiera atravesar la plaza para ayudar a los heridos.
Es lo más cercano a la guerra civil que Egipto ha estado en su historia: al lanzarse unos contra otros gritando improperios, sencillamente abrumaron a las unidades de paracaidistas que "resguardaban" la plaza, los cuales se treparon a sus tanques y vehículos blindados para protegerse.
El comandante de un Abrams –yo estaba a seis metros– esquivó las piedras que rebotaban en el tanque, saltó dentro de la torreta y cerró la escotilla. Los manifestantes treparon a lo alto del vehículo para arrojar más piedras a los jóvenes y enfebrecidos antagonistas.
Supongo que es lo mismo en todas las batallas, aunque las armas de fuego no han aparecido (hasta ahora). Los insultos de ambos bandos provocaron una lluvia de piedras de los hombres de Mubarak –sí, ellos empezaron– y luego los manifestantes que habían tomado la plaza en demanda del derrocamiento del anciano comenzaron a romper el empedrado para responder.
Para cuando llegué a la línea "frontal" –las comillas son esenciales, porque las líneas de hombres se movían atrás y adelante a lo largo de unos 800 metros–, ambos bandos gritaban a todo pulmón, con la sangre corriendo por los rostros. En cierto momento, antes de que el impacto del ataque se diluyera, los partidarios de Mubarak casi cruzaron la plaza entera frente al monstruoso edificio Mugamma –recuerdo de la empresa nasserita– antes de ser obligados a retroceder.
De hecho, ahora que combaten egipcio con egipcio, ¿cómo se supone que debemos llamar a esta gente peligrosamente rabiosa? ¿Los mubarakitas? ¿Los "manifestantes" o –término más ominoso– la "resistencia"? Porque así es como estos hombres y mujeres que pugnan por derrocar a Mubarak se hacen llamar.
"Esto es obra de Mubarak", me dijo un lanzapiedras herido. "Ha logrado volver a egipcio contra egipcio por tan sólo nueve meses más de poder. Está loco. ¿También ustedes los occidentales están locos?"
No recuerdo qué contesté. Pero cómo olvidar lo que apenas unas horas antes respondió el "experto" en Medio Oriente Mitt Romney, ex gobernador de Massachusetts, cuando le preguntaron si Mubarak era un dictador. No, replicó: es una "figura monárquica".
El rostro de este monarca fue llevado en cartelones a las barricadas: una provocación impresa. Recién distribuidos por funcionarios del Partido Nacional Democrático –su producción debió de haber tardado un tiempo, luego de que la sede del organismo fue reducida a un cascarón humeante tras las batallas del viernes–, muchos eran sostenidos en el aire por hombres que portaban garrotes y cachiporras de policía. No tengo duda de esto porque yo venía entrando en automóvil desde el desierto cuando se formaban frente al Ministerio del Exterior y el edificio de la radio estatal, en la margen oriental del Nilo. Por altavoces se difundían cantos y votos por la vida eterna de Mubarak (una muy larga presidencia en verdad) y muchos estaban sentados en flamantes motocicletas, como emulando a los esbirros de Majmud Ajmadineyad luego de las elecciones de 2009 en Irán. Pensándolo bien, Mubarak y Ajmadineyad tienen el mismo respeto por las elecciones.
Sólo cuando dejé atrás el edificio de la radio vi los miles de jóvenes que se acercaban desde los barrios bajos de El Cairo. Había mujeres también, la mayoría con el tradicional vestido negro y pañoleta blanca y negra, unos cuantos niños entre ellas, caminando por el paso elevado a espaldas del Museo Egipcio. Me dijeron que tenían tanto derecho a la plaza Tahrir como los manifestantes –es verdad, por cierto– y que se proponían expresar su amor por su presidente en la misma plaza donde tanto se le había denostado.
Tenían un punto a su favor, supongo. El viernes los demócratas –o la "resistencia", según el punto de vista que se tenga– habían echado de la plaza a los esbirros policiales. El problema es que entre los hombres de Mubarak iban algunos de los mismos matones que vi entonces, cuando se combinaron con la policía de seguridad para apalear y atacar a los manifestantes. Uno de ellos, un joven de camisa amarilla con melena alborotada y ojos enrojecidos –no sé qué se había metido–, llevaba la misma horrible barra de acero que usó el viernes. Los defensores de Mubarak estaban de regreso: hasta coreaban el mismo lema, repetido una y otra vez para proclamar el nombre del dictador local: "Con nuestra sangre y nuestra alma nos consagramos a ti".
En lugares tan lejanos como Giza, el PND reclutó a los hombres que solían controlar las votaciones en los comicios y los mandó a vociferar su respaldo mientras marchaban por un fétido canal del desagüe. No muy lejos de allí, hasta el dueño de un camello fue incorporado para decir: "si no conoces a Mubarak, no conoces a Alá", lo cual es, por decirlo con mesura, un poco demasiado.
En El Cairo, caminé junto a las filas de los partidarios del presidente y llegué al frente cuando lanzaron otra carga contra la plaza Tahrir. El cielo se llenó de piedras: hablo de rocas de 20 centímetros de grueso, que golpeaban en el suelo como proyectiles de mortero. Las que caían de este lado de la "línea", desde luego, venían de los opositores de Mubarak. Se estrellaban, se partían en pedazos y rebotaban contra los muros que nos rodeaban. En este punto los hombres del PND dieron media vuelta y corrieron presas del pánico mientras los opositores al presidente avanzaban. Yo sólo me puse de espaldas a la ventana de una agencia de viajes cerrada: recuerdo un cartel de un romántico fin de semana en Luxor y "el fabuloso valle de las tumbas".
Pero las piedras venían en tropel, cientos cada vez, y luego un nuevo grupo de jóvenes estaba a mi lado: los manifestantes de la plaza. Sólo que en su furia ya no gritaban "Abajo Mubarak" y "Mubarak negro", sino “Alajú Akbar” –Dios es grande–, frase que escuché una y otra vez mientras el día avanzaba. Un lado gritaba Mubarak; el otro, Dios. No era así 24 horas antes.
Salí disparado hacia un terreno seguro en el que no silbaran las piedras y me encontré de pronto entre los opositores al presidente.
Por supuesto, sería exagerado decir que las piedras tapaban el cielo, pero había momentos en que cientos de ellas nublaban la vista. Destrozaron un camión del ejército, aplastando sus costados y estrellando sus cristales. Salían de los costados de la calle Champollion y en Talaat Harb. Los hombres sudaban, con las cintas de la cabeza teñidas de rojo, gritando de odio. Muchos se apretaban las heridas con paños blancos. Vi pasar a algunos en brazos de compañeros, regando sangre por el camino.
Y un número cada vez mayor llevaba vestimentas islámicas, pantalones cortos, túnicas grises, barbas largas, turbantes. Gritaban “Alajú Akbar” a voz en cuello y proclamaban su amor a Dios, lo cual se suponía que no era el motivo de la lucha. Sí, Mubarak había hecho esto. Había vuelto a los salafistas en su contra, junto con sus enemigos políticos. De vez en vez atrapaban jóvenes con el rostro molido a golpes, gritando de miedo por su vida, y les hallaban documentos que los identificaban como trabajadores del Ministerio del Interior.
Muchos de los manifestantes –jóvenes seglares que se abrían paso entre los atacantes– trataban de defender a los prisioneros. Otros –y noté gran cantidad de "islamitas" entre ellos, con todo y las barbas de rigor– aporreaban con los puños la cabeza de los detenidos, usando gruesos anillos para abrirles la piel y hacer correr la sangre por el rostro. Un joven cuya camiseta roja estaba desgarrada y tenía el rostro contraído por el dolor fue rescatado por dos gigantones, uno de los cuales se lo echó al hombro y se abrió paso entre la multitud.
De este modo se salvó la vida de Mohamed Abdul Azim Mabrouk Eid, policía de seguridad número 2101074, de la gubernatura de Giza: su pase de seguridad era azul, con tres pirámides de raro aspecto estampadas en la cubierta laminada. Así también fue liberado de la turba otro hombre, aullando y apretándose el vientre. Y detrás de él se hincaba un escuadrón de mujeres, arrancando piedras de la calle.
Hubo momentos de farsa. A mitad de la tarde, los partidarios de Mubarak metieron cuatro caballos en la plaza junto con un camello –sí, un camello de verdad, que de seguro llevaron en camión desde las pirámides–, montados por hombres en apariencia drogados. Tres horas más tarde encontré los caballos pastando tranquilamente junto a un árbol.
Cerca de la estatua de Talaat Harb, un muchacho vendía agwa –una delicia de pan de dátil, peculiarmente egipcio– a cuatro peniques egipcios cada uno, mientras al otro lado de la calle se alzaban las figuras de una chica y otro muchacho que tenían idénticas bandejas en la mano. La de ella estaba llena de cajetillas de cigarros; la de él, de piedras.
Y hubo escenas que debieron haber significado dolor y angustia para quienes las experimentaron. Había un hombre alto y musculoso, herido en la cara por una lasca, con las piernas dobladas junto a una caseta telefónica de una esquina y una cortadura en el rostro, pero aún en la lucha. Y un soldado en un camión blindado de transporte de personal, que miraba volar las piedras de un lado a otro, saltó de pronto a la calle entre los enemigos de Mubarak y se abrazó a ellos por la espalda mientras le rodaban lágrimas por las mejillas.
Y entre todo este odio y este baño de sangre, ¿dónde estaba Occidente? Al reportar día con día esta vergüenza, uno sufre de insomnio. Por ahí de las 3 de la mañana de este miércoles, observé a lord Blair de Isfaján sufriendo por explicar a CNN la necesidad de "colaborar con el proceso de cambio" en Medio Oriente. Teníamos que evitar la "anarquía" de los "elementos más extremistas". Y –mi frase favorita– advirtió contra "un gobierno que no sea elegido conforme al sistema de democracia que debemos avalar". Bueno, todos sabemos a la "democracia" de cuál anciano se refería.
El rumor en las calles es que este hombre –la "figura monárquica" de Mitt Romney– podría en realidad escabullirse de Egipto el próximo viernes. No estoy seguro. Tampoco sé en realidad quién ganó la batalla de la plaza Tahrir este miércoles, aunque el resultado no se mantendrá indeciso mucho tiempo. Al anochecer, las piedras aún reventaban en los caminos y sobre la gente. Pasado un tiempo, ya me agachaba hasta cuando pasaban pajarillos.
Plaza Tahrir, El Cairo, 2 de febrero. La contrarrevolución del "presidente" Hosni Mubarak cayó este miércoles sobre los opositores en una batería de piedras, garrotes, barras de hierro y cachiporras: la batalla duró el día entero en el centro de la capital que dice gobernar, entre decenas de miles de jóvenes que agitaban en el rostro del contrario la bandera de Egipto… la más peligrosa de todas las armas. Fue despiadada, sangrienta y bien planeada, una confirmación final de todas las críticas contra Mubarak y una vergonzosa acusación contra los Obamas y los Clinton que no acertaron a condenar a este fiel aliado de Estados Unidos e Israel.
Los enfrentamientos a mi alrededor en la plaza llamada Tahrir fueron tan terribles que podíamos oler la sangre. Hombres y mujeres que exigían el fin de la dictadura de 30 años de Mubarak –vi muchachas de pañoleta y falda larga arrodillarse para arrancar la grava de la calle mientras les llovían piedras– respondieron a la agresión con inmenso valor, que más tarde se convirtió en terrible crueldad.
Algunos arrastraron a los agentes de seguridad por la plaza, golpeándolos hasta que la sangre les brotó de la cabeza y les salpicó las ropas. El tercer ejército egipcio, famoso en leyendas y canciones por cruzar el Canal de Suez en 1973, no pudo –o no quiso– siquiera atravesar la plaza para ayudar a los heridos.
Es lo más cercano a la guerra civil que Egipto ha estado en su historia: al lanzarse unos contra otros gritando improperios, sencillamente abrumaron a las unidades de paracaidistas que "resguardaban" la plaza, los cuales se treparon a sus tanques y vehículos blindados para protegerse.
El comandante de un Abrams –yo estaba a seis metros– esquivó las piedras que rebotaban en el tanque, saltó dentro de la torreta y cerró la escotilla. Los manifestantes treparon a lo alto del vehículo para arrojar más piedras a los jóvenes y enfebrecidos antagonistas.
Supongo que es lo mismo en todas las batallas, aunque las armas de fuego no han aparecido (hasta ahora). Los insultos de ambos bandos provocaron una lluvia de piedras de los hombres de Mubarak –sí, ellos empezaron– y luego los manifestantes que habían tomado la plaza en demanda del derrocamiento del anciano comenzaron a romper el empedrado para responder.
Para cuando llegué a la línea "frontal" –las comillas son esenciales, porque las líneas de hombres se movían atrás y adelante a lo largo de unos 800 metros–, ambos bandos gritaban a todo pulmón, con la sangre corriendo por los rostros. En cierto momento, antes de que el impacto del ataque se diluyera, los partidarios de Mubarak casi cruzaron la plaza entera frente al monstruoso edificio Mugamma –recuerdo de la empresa nasserita– antes de ser obligados a retroceder.
De hecho, ahora que combaten egipcio con egipcio, ¿cómo se supone que debemos llamar a esta gente peligrosamente rabiosa? ¿Los mubarakitas? ¿Los "manifestantes" o –término más ominoso– la "resistencia"? Porque así es como estos hombres y mujeres que pugnan por derrocar a Mubarak se hacen llamar.
"Esto es obra de Mubarak", me dijo un lanzapiedras herido. "Ha logrado volver a egipcio contra egipcio por tan sólo nueve meses más de poder. Está loco. ¿También ustedes los occidentales están locos?"
No recuerdo qué contesté. Pero cómo olvidar lo que apenas unas horas antes respondió el "experto" en Medio Oriente Mitt Romney, ex gobernador de Massachusetts, cuando le preguntaron si Mubarak era un dictador. No, replicó: es una "figura monárquica".
El rostro de este monarca fue llevado en cartelones a las barricadas: una provocación impresa. Recién distribuidos por funcionarios del Partido Nacional Democrático –su producción debió de haber tardado un tiempo, luego de que la sede del organismo fue reducida a un cascarón humeante tras las batallas del viernes–, muchos eran sostenidos en el aire por hombres que portaban garrotes y cachiporras de policía. No tengo duda de esto porque yo venía entrando en automóvil desde el desierto cuando se formaban frente al Ministerio del Exterior y el edificio de la radio estatal, en la margen oriental del Nilo. Por altavoces se difundían cantos y votos por la vida eterna de Mubarak (una muy larga presidencia en verdad) y muchos estaban sentados en flamantes motocicletas, como emulando a los esbirros de Majmud Ajmadineyad luego de las elecciones de 2009 en Irán. Pensándolo bien, Mubarak y Ajmadineyad tienen el mismo respeto por las elecciones.
Sólo cuando dejé atrás el edificio de la radio vi los miles de jóvenes que se acercaban desde los barrios bajos de El Cairo. Había mujeres también, la mayoría con el tradicional vestido negro y pañoleta blanca y negra, unos cuantos niños entre ellas, caminando por el paso elevado a espaldas del Museo Egipcio. Me dijeron que tenían tanto derecho a la plaza Tahrir como los manifestantes –es verdad, por cierto– y que se proponían expresar su amor por su presidente en la misma plaza donde tanto se le había denostado.
Tenían un punto a su favor, supongo. El viernes los demócratas –o la "resistencia", según el punto de vista que se tenga– habían echado de la plaza a los esbirros policiales. El problema es que entre los hombres de Mubarak iban algunos de los mismos matones que vi entonces, cuando se combinaron con la policía de seguridad para apalear y atacar a los manifestantes. Uno de ellos, un joven de camisa amarilla con melena alborotada y ojos enrojecidos –no sé qué se había metido–, llevaba la misma horrible barra de acero que usó el viernes. Los defensores de Mubarak estaban de regreso: hasta coreaban el mismo lema, repetido una y otra vez para proclamar el nombre del dictador local: "Con nuestra sangre y nuestra alma nos consagramos a ti".
En lugares tan lejanos como Giza, el PND reclutó a los hombres que solían controlar las votaciones en los comicios y los mandó a vociferar su respaldo mientras marchaban por un fétido canal del desagüe. No muy lejos de allí, hasta el dueño de un camello fue incorporado para decir: "si no conoces a Mubarak, no conoces a Alá", lo cual es, por decirlo con mesura, un poco demasiado.
En El Cairo, caminé junto a las filas de los partidarios del presidente y llegué al frente cuando lanzaron otra carga contra la plaza Tahrir. El cielo se llenó de piedras: hablo de rocas de 20 centímetros de grueso, que golpeaban en el suelo como proyectiles de mortero. Las que caían de este lado de la "línea", desde luego, venían de los opositores de Mubarak. Se estrellaban, se partían en pedazos y rebotaban contra los muros que nos rodeaban. En este punto los hombres del PND dieron media vuelta y corrieron presas del pánico mientras los opositores al presidente avanzaban. Yo sólo me puse de espaldas a la ventana de una agencia de viajes cerrada: recuerdo un cartel de un romántico fin de semana en Luxor y "el fabuloso valle de las tumbas".
Pero las piedras venían en tropel, cientos cada vez, y luego un nuevo grupo de jóvenes estaba a mi lado: los manifestantes de la plaza. Sólo que en su furia ya no gritaban "Abajo Mubarak" y "Mubarak negro", sino “Alajú Akbar” –Dios es grande–, frase que escuché una y otra vez mientras el día avanzaba. Un lado gritaba Mubarak; el otro, Dios. No era así 24 horas antes.
Salí disparado hacia un terreno seguro en el que no silbaran las piedras y me encontré de pronto entre los opositores al presidente.
Por supuesto, sería exagerado decir que las piedras tapaban el cielo, pero había momentos en que cientos de ellas nublaban la vista. Destrozaron un camión del ejército, aplastando sus costados y estrellando sus cristales. Salían de los costados de la calle Champollion y en Talaat Harb. Los hombres sudaban, con las cintas de la cabeza teñidas de rojo, gritando de odio. Muchos se apretaban las heridas con paños blancos. Vi pasar a algunos en brazos de compañeros, regando sangre por el camino.
Y un número cada vez mayor llevaba vestimentas islámicas, pantalones cortos, túnicas grises, barbas largas, turbantes. Gritaban “Alajú Akbar” a voz en cuello y proclamaban su amor a Dios, lo cual se suponía que no era el motivo de la lucha. Sí, Mubarak había hecho esto. Había vuelto a los salafistas en su contra, junto con sus enemigos políticos. De vez en vez atrapaban jóvenes con el rostro molido a golpes, gritando de miedo por su vida, y les hallaban documentos que los identificaban como trabajadores del Ministerio del Interior.
Muchos de los manifestantes –jóvenes seglares que se abrían paso entre los atacantes– trataban de defender a los prisioneros. Otros –y noté gran cantidad de "islamitas" entre ellos, con todo y las barbas de rigor– aporreaban con los puños la cabeza de los detenidos, usando gruesos anillos para abrirles la piel y hacer correr la sangre por el rostro. Un joven cuya camiseta roja estaba desgarrada y tenía el rostro contraído por el dolor fue rescatado por dos gigantones, uno de los cuales se lo echó al hombro y se abrió paso entre la multitud.
De este modo se salvó la vida de Mohamed Abdul Azim Mabrouk Eid, policía de seguridad número 2101074, de la gubernatura de Giza: su pase de seguridad era azul, con tres pirámides de raro aspecto estampadas en la cubierta laminada. Así también fue liberado de la turba otro hombre, aullando y apretándose el vientre. Y detrás de él se hincaba un escuadrón de mujeres, arrancando piedras de la calle.
Hubo momentos de farsa. A mitad de la tarde, los partidarios de Mubarak metieron cuatro caballos en la plaza junto con un camello –sí, un camello de verdad, que de seguro llevaron en camión desde las pirámides–, montados por hombres en apariencia drogados. Tres horas más tarde encontré los caballos pastando tranquilamente junto a un árbol.
Cerca de la estatua de Talaat Harb, un muchacho vendía agwa –una delicia de pan de dátil, peculiarmente egipcio– a cuatro peniques egipcios cada uno, mientras al otro lado de la calle se alzaban las figuras de una chica y otro muchacho que tenían idénticas bandejas en la mano. La de ella estaba llena de cajetillas de cigarros; la de él, de piedras.
Y hubo escenas que debieron haber significado dolor y angustia para quienes las experimentaron. Había un hombre alto y musculoso, herido en la cara por una lasca, con las piernas dobladas junto a una caseta telefónica de una esquina y una cortadura en el rostro, pero aún en la lucha. Y un soldado en un camión blindado de transporte de personal, que miraba volar las piedras de un lado a otro, saltó de pronto a la calle entre los enemigos de Mubarak y se abrazó a ellos por la espalda mientras le rodaban lágrimas por las mejillas.
Y entre todo este odio y este baño de sangre, ¿dónde estaba Occidente? Al reportar día con día esta vergüenza, uno sufre de insomnio. Por ahí de las 3 de la mañana de este miércoles, observé a lord Blair de Isfaján sufriendo por explicar a CNN la necesidad de "colaborar con el proceso de cambio" en Medio Oriente. Teníamos que evitar la "anarquía" de los "elementos más extremistas". Y –mi frase favorita– advirtió contra "un gobierno que no sea elegido conforme al sistema de democracia que debemos avalar". Bueno, todos sabemos a la "democracia" de cuál anciano se refería.
El rumor en las calles es que este hombre –la "figura monárquica" de Mitt Romney– podría en realidad escabullirse de Egipto el próximo viernes. No estoy seguro. Tampoco sé en realidad quién ganó la batalla de la plaza Tahrir este miércoles, aunque el resultado no se mantendrá indeciso mucho tiempo. Al anochecer, las piedras aún reventaban en los caminos y sobre la gente. Pasado un tiempo, ya me agachaba hasta cuando pasaban pajarillos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario